lunes, 11 de abril de 2011

DISERTACIÓN SOBRE LAS AGUJETAS

Es más sabio quien se anuda bien las agujetas que el conocedor de la obra completa de Schopenhauer. Se mire por donde se mire, la anterior apunta a una máxima sin consideración a quien durante años pudo consagrar su existencia al estudio de los filósofos pero anda por el mundo exhibiendo las trazas, a todas luces vulgares, de no atarse las agujetas.

Aún no pisa la faz de la tierra el filósofo o el poeta que se atreva a disertar sobre esos dispositivos simples, nada superficiales, que nos aseguran el buen andar durante el día. Pensemos en quienes, apenas llegada la noche, se quejan de sus desgracias justo al desatarse el calzado. Lanzan los zapatos y siguen con su envoltorio de suspiros mientras se colocan las sandalias o pantuflas. Claro, quizá es liberador desanudar esos objetos de tensión en los pies, lo curioso es que los quejosos no reparan en ello y continúan con los lamentos.

Mira un instante a tus pies; si éstos te sostienen aún al final de la jornada, significa que tu día no fue tan malo. Aún no tocas fondo.

Cada vez que tengo prisa, me atribula el instante de buscar un asiento o ponerme en cuclillas para la delicada labor de anudarme las agujetas. Los minutos que lleva halar el cordón desde los ojillos metálicos del calzado, tan sistemáticos, emparejar los extremos y luego elaborar el nudo, en mi caso doble, se me antojan a la eternidad. Mi estómago estorba a la postura. El cinturón aprieta al encogerme. La sangre se acumula y presiona en mi frente y ojos. Todo es insufrible y convoco la tormenta en un vaso de agua. Me peleo con el Método.

Desposeo una imagen clara del inventor de esos objetos para llevar el calzado, o de los más de quince nudos posibles para el hecho; debió surgir en una era antiquísima, pero la noche de los tiempos no va a darnos respuestas, mucho menos la civilización, centrada en sucesos productivos o bélicos con apenas margen para que alguien medite en el asunto. Dejaré suspenso el origen de las agujetas; si no se remonta a la noche de los tiempos, sitio para especular, me remonto a esos días de infancia, aptos para el aprendizaje de nuestras primeras habilidades destinadas a toda la vida. En esos días de mocedad a los que todo psicoanálisis freudiano remite, hay un tiempo para todo y ese tiempo se conjuga en futuro. Se aprende o no la habilidad, y se transmite o no.

De vuelta a mi problema: ¿por qué provoca conflicto a algunos el hecho de atarse esos cordones complicados? ¿Representa un acto de sumisión el ponerse en cuclillas? He preguntado a pensadores sesudos, doctos en los terrenos de la filosofía o la historia, y se me respondió que sí, luego que no, y al final con un rotundo y sincero no sé. Con toda seguridad, la cuestión es un problema ontológico, epistémológico y existencial. Que nadie se sienta tentado a traer a colación la humildad, a menos que se trate de atar a otros el calzado como aceptación de la jerarquía superior. Que nadie olvide, asimismo, que a menudo los padres anudan a los hijos las agujetas con regaños. Como quiera que sea, una vez lograda la hazaña se puede revertir, liberarse de los nudos o aflojarlos, con la consecuencia de arrojarnos una incómoda sensación de estar expuestos a la fragilidad, el desamparo de avanzar por los senderos de la existencia sin un sostén firme. No menciono los riesgos a dolorosas falseadoras de pie, a veces de efecto irreversible. ¿Qué decir de la alternativa de los mocasines, sandalias o botas de cierre plástico?: pese a la tensión a la que me enfrentan, por nada renunciaría a esos cordones ancestrales, dignos del ritual topológico de la yuxtaposición.

Schopenhauer, Wittgenstein, Nietszche… ¿se atarían bien las agujetas? Esa inquietud me obliga a preguntarme por la ausencia de sus escritos al respecto, y en el porqué se ha dejado a otros la tarea de atacar la cuestión con el asombro como única arma. Seguro que un novelista podría aventurarse a la especulación, ya que no a la oferta de respuestas. (La novela no da respuestas). A menudo los novelistas caen en el error de tratar personajes como seres ultraterrenos, ideales, más que humanos. ¿Se agacharán para atarse las agujetas los personajes de una novela culta y erudita que debaten, también con erudición, sobre el fin de las utopías? Cuesta imaginárselos en ese cometido, examen riguroso de la cotidianidad. Para hacer creíbles a nuestros personajes, y saber si los conocemos con la certeza digna de llevarlos a la dimensión de la carne, o la sangre, podríamos someterlos a dicha prueba de fuego.

¿Acaso el hombre posmoderno no tiene ya tiempo para esa minucia anudadora? ¿Es problema sólo mío y me ahogo en mi propia tempestad?

Desde la mocedad he tenido problemas en cuanto a este asunto trascendental; la palabra es literal, sufrí un descalabro que dejó en el pavimento un charco de sangre, producto de haber resbalado sobre el extremo ceroso de mi agujeta derecha no atada. Aún conservo la cicatriz de la caída como una advertencia de que soy carnal y sangro. No pocas veces se me ha dicho al vérseme hacer el doble nudo: Te amarras las agujetas como niño La frase se transforma en un viaje sin escalas a los días pretéritos, me llena de nostalgia.

Esta mañana acudí perfectamente vestido a la llamada de un día bañado de sol. Iba presuroso y olvidé atarme las agujetas.

lunes, 21 de febrero de 2011

140 GRADOS EN LA ESCALA DE TWITTER

A cada rato tiembla en Twitter.


La escala máxima de un terremoto en Twitter es de 140 caracteres a puro pulso de escritura.


Abunda lo escrito sobre la creación literaria y el uso del micro rectángulo de Twitter como hoja en blanco.


Excelentes conjuntos de metatuits fueron ya escritos por @moravicenteluis y @criveragarza, imposible mejorarlos.


En un tuit del 2010, me deslindé de la metatuística, definida por @Tripodologa como: 'el tuitero usa el tuit para hablar sobre Twitter'.


Aún no me respondo por qué Twitter fascina a cientos de escritores, cuando otros lo usan como espacio para la frivolidad y el cotilleo.


Si de algo podemos estar seguros es de que, al tutear, más que escribir se reescribe: naturaleza medular de la literatura.


Antes que metatuitear, stricto sensu, prefiero hacer analogías 'new age' acerca de Twitter y la escritura.


Comparo a la twiteratura, definida así por @albertochimal et al, con el Feng Shui, por ejemplo.


El Feng Shui y la escritura en Twitter comparten la potenciación del espacio organizando elementos para que fluya la energía.


Comparo a la tuitescritura (digamos, los #cuentuitos) con punzadas precisas de aguja en puntos localizados del TL.


Tuitear es practicar una acupuntura de precisión sobre meridianos textuales, para que, similarmente, fluya la energía por doquier.


Comparo el ejercicio de tuitear (i.e., dar tratamiento textual, o bien terapia textual) con la homeopatía.


Tal como en la homeopatía, el tratamiento textual se dispara administrando micro dosis de máxima potencia.


Es cierto que esta plataforma es propicia para haikú, micro cuento, aforismo, etcétera. Literatura concentrada. Literatura puntual.


Mis tuiteros favoritos: Cioran, Wittgenstein, Sada, Gómez de la Serna y Cesare Pavese. Ninguno de ellos ha usado Twitter.


De todos los sabores probados en la escritura tuteraria, opto por el de esas punzadas de gozo que da el juego de la ironía.


La ironía: según Austen, es 'la unión de verdades contradictorias para crear una nueva verdad sonriendo o riendo'. (Retuiteado).


Sin vacilar afirmo que mis maestros de la ironía como literatura, esos sí, emergentes y muy numerosos, habitan en Twitter.

(Tuits: @isaimoreno)


lunes, 17 de enero de 2011

ANOTACIONES AMNIÓTICAS

Un sobresalto de lava me llamó desde las entrañas de la Tierra; guiado por el instinto dirigí los pasos donde un joven vestido de blanco me sonreía con candidez. Señaló la entrada de mi destino, ese casquete imponente de piedras y tierra con la abertura a modo de portal que había esperado por mí mientras vagué por el mundo. Vas a volver al vientre de tu madre, me prometió, y yo que estaba ahí para creer, creí. Llegué dos días antes al lugar con la intención de una experiencia; años atrás estuve ahí y me retiré con las manos vacías, pero siempre supe que el sitio me debía algo y volví por él. Caminé entre la invasión de ofertas que iban desde la lectura del Tarot, las terapias africanas, hindúes, las limpias peruanas, el Feng Shui... Acupuntura, Reiki, sanaciones de Catemaco, reacomodo de chakras, masajes holísticos, flores de Bach, en fin, una pléyade prolija en espiritualidad aparecía a mi vista: turismo místico. Aún conservo la postal adquirida hace años en la que, al fondo del poblado, se aprecia el montaje de una nave interestelar venida de los espacios profundos, souvenir para quienes ansían avistar inteligencia E.T. en las inmediaciones sobre el ocasional manto de neblina.

Así, de regreso un trienio después, mi andanza me condujo donde ese joven ofrecía en inglés a turistas alemanes, o austríacos, su holistic spa. Pagué mi turno; sólo debía esperar una hora, el tiempo justo para escurrirme entre los puestos de copal, reliquias y comida local en busca de un traje de baño. Presentí que la experiencia próxima involucraba el reconocimiento, debía guardar el recuerdo de mi pacto y para tal elegí una pulsera de ixtle con pequeñas piedras de ónix que até a mi muñeca como mi compañía en la iniciación. De vuelta al spa, el místico me indicó un sitio para colocar mi maleta y condujo mis pasos al huerto pequeño de su establecimiento, con vista a las montañas verdes. Descalzo, pisé el césped. Me impregnó del humo y aroma de árboles antiguos mientras entonaba cierto canto en español y náhuatl; otro maestro, quizá cinco años mayor que él, un indígena moreno y sonriente rondaba en la cercanía con instrumentos de música ancestral. Él te acompañará en tu viaje, permanecerá fuera mientras tú entras, escuché. Tocará el tambor, que será como tus latidos y los de tu madre cuando estabas en su vientre. Ven. Me llevó a la entrada del temazcalli que esperaba por mí. Ahí dentro, continuó el joven, serás como embrión y saldrás otro. Ya dentro de la construcción, me explicó que las piedras que ardían dentro venían del centro de la Tierra. Piedras volcánicas. Piedras muy viejas y muy sabias. Su voz sonaba dulce. Me instruyó en los modos de adoptar la posición fetal (la del origen del mundo) en el momento requerido y se despidió con la promesa de volver una hora después. Las rocas que vaporizaban la cavidad ardían al rojo vivo. Mi mano sostenía el ramo de manzanilla y hierbas sagradas, aromáticas, para que los pasase por mi cuerpo en los instantes propicios. Se me dejó un tambo de agua fría para refrescarme, hecho que de momento supuse insólito: pensé en un shock, un coma que me tumbaría al enfrentarse lo caliente y lo helado (temblor de elementos en conflicto). Me quedé solo. Solo y sólo yo, con mi madre y mi alma. Ya olía a manzanilla vaporizada que empezaba a pasar a mis poros. En cuclillas me dispuse a iniciar el trayecto.

Iba. Iba y deseaba venir. Dioses, a ustedes dirijo ni plegaria ahora que estoy al lado de mi madre, dentro de ella; en su manto protector me hará renacer y preparará para la guerra... Sólo a solas nos confrontamos. El vapor fluía, era respirado, expelido por mi boca y nariz, sin que distinguiese el momento en que el espacio semiesférico se tornó en cápsula aislante cuya frontera dejó el mundo fuera. Me sentí protegido, aquel era mi sitio de calidez. Muy a lo lejos el balido de un cordero, o un grupo de ellos, y el tañido de la campana de la capilla, invocando a Dios Padre en la hora nona. Gansos graznaban; sobre la rama del ciprés llorón que resguardaba las cercanías del spa un pájaro llamó a todos los pájaros del cielo. Esa exterioridad no me pertenecía, porque el centro de la Tierra estaba poseyendo mis huesos. Era sólo esqueleto en su envoltorio de piel pasmada, expectante al sentido de la vida: ya fuese glorioso o trágico. Era hijo del subsuelo. Era criatura de los dioses, y savia y sudor (invoco aquí la palabra sudario). Qué solos estamos en el vientre de nuestra madre. Pese al vínculo primero, aun se esté acompañado (era mi caso, como gemelo) uno se halla a solas en el suspenso límbico de la viscosidad amniótica. Dentro de la piedra flotaba igual que cuando feto, hasta que el impulso nacido de otro impulso más adentro me hizo tomar la jícara y echar agua helada al cuerpo que conformo. ¡Cuán vivificante!, así debió ser para Lázaro en los infiernos el contacto con la gota de agua sobre su lengua.

En el momento de la opresión vaporosa, colocado en posición fetal sobre el suelo para respirar mejor y próximo al paroxismo, oí la flauta del músico. Siguió el tambor. Los golpes eran familiares, de hacía décadas: se trataba del corazón del mundo. Ahí estaba la Madre transmitiéndome confianza para el trance que seguía. Cada percusión fue un recuerdo. Iba y venía. Iba. El maestro se retiró de la puerta de mi cápsula. Quedaron los balidos de los becerros en la lejanía, al otro confín del universo. Continuaba yo. Solo. Sólo yo. No me abandones a mi suerte, ángel. Desamparo. Ahora la Madre estaba fuera y yo dentro. La manzanilla dentro de mí, que como tónico me había reconfortado, preparado para nacer, resultaba extraña; sí, la Madre se había ido. Palpé el ixtle alrededor de mi muñeca. Ahora sí me hallaba en soledad, ante el suspenso monofónico. No, era asfixia. Tirado en el suelo había sido más fácil respirar, ya no más. El maestro me advirtió que de no soportar la experiencia asomase la cabeza y le llamara. Pero, me dije, no había entrado al temazcalli para pedir auxilio. En la cabeza se acumuló la presión.

El vientre pedroso empezaba a expulsarme. Tal es (y lo entendí entonces) la angustia del próximo a nacer, cuando las contracciones lo arrojan del que había sido su hogar líquido, su ámbito de seguridad. Yo soportaré, madre, hasta que llegue el momento de que el maestro asome la cabeza y me llame. Esa era mi redención. En mi trayectoria vital fui nacido prematuro de ocho meses; quiero decirlo de otro modo: huí del vientre a destiempo. Ahora no ocurriría. Esperar, quedaba esperar. Sudaba la sien y la nuca. Era todo humedad hasta que llegó el momento de nacer.

Desde el exterior me llamaron por mi nombre. Aturdido, entregado a lo que viniese, despaciosamente, salí. Cuerpo vaporoso y piel enrojecida. Aspiré como quien respira después de larga inmersión en las profundidades. Anduve a gatas sobre la tierra que circuía al vientre hasta quedar encima del césped, al lado del aspersor, con las faldas del Tepozteco en el horizonte. Acepté la cubetada de agua fría que me ofreció el maestro, ¿qué alma vuelta de los desiertos interiores rechazaría la vida? Eso era, estaba en la nueva vida para ser cubierto por el manto protector de mi toalla, para recibir el flujo del aspersor que bañaba mis pies con agua helada. Volveré en un momento, dijo mi guía, tómate el tiempo que quieras. Al minuto se acercó el otro maestro con un vaso de té. Manzanilla. Antes de que partiera le balbucí que ese había sido mi momento, que por muy lugar común a que sonase, mi vida era dos vidas, una antes, otra ahora. Así es, respondió alejándose, dejándome con el universo.

Ése que entró por mis fosas nasales aún humedecidas era otro aire. La campana sonó de nuevo en el hueco de su cúpula, que bien podía ser el cielo. A la distancia caraquearon gallinas estremecidas por el espectáculo de la tarde sobre la redondez del mundo. El flujo acuoso del aspersor continuó bañando mis pies desnudos mientras bebía el té de manzanilla dulce, caliente (vida, incorpórate a mí). Un moscardón verde, de esos que otras circunstancias resultan molestia, empezó a danzar alrededor mío. Voló y zumbó la mosca sagrada describiéndome el enigma del existir; me amaba y la amaba (ya transcurrida la experiencia en los recovecos de mi memoria para medrar más tarde, entiendo que el momento fue postergado porque, para hallarme ahí, debía estar preparado, haber sido llamado a ello). Antes de dar el ultimo trago al té restaurador, de ahí en adelante mi elíxir, respiré con el mismo azoro que el insecto, las gallinas, el cordero que volvía a balar; miré el aspersor lanzando chorros de vida al verdor y, de nuevo, aspiré el aliento de la resurrección que imponente, eterna, inamovible, me daba la bienvenida.

viernes, 5 de noviembre de 2010

martes, 21 de septiembre de 2010

RULES FOR WRITING (JONATHAN FRANZEN)

In February 2010, Franzen (along with writers including Richard Ford, Zadie Smith and Anne Enright) was asked by The Guardian to contribute what he believed were ten serious rules to abide by for aspiring writers. Franzen's rules ran as follows:

1 The reader is a friend, not an adversary, not a spectator.
2 Fiction that isn't an author's personal adventure into the frightening or the unknown isn't worth writing for anything but money.
3 Never use the word "then" as a conjunction –we have "and" for this purpose. Substituting "then" is the lazy or tone-deaf writer's non-solution to the problem of too many "ands" on the page.
4 Write in the third person unless a distinctive first-person voice offers itself irresistibly.
5 When information becomes free and universally accessible, voluminous research for a novel is devalued along with it.
6 The most purely autobiographical fiction requires pure invention. Nobody ever wrote a more auto­biographical story than “The Metamorphosis”.
7 You see more sitting still than chasing after.
8 It's doubtful that anyone with an internet connection at his workplace is writing good fiction (the TIME magazine cover story detailed how Franzen physically disables the Net portal on his writing laptop).
9 Interesting verbs are seldom very interesting.
10 You have to love before you can be relentless.

Descargar este texto en formato PDF desde aquí.

martes, 14 de septiembre de 2010

LOS MITOS DEL CULTO A LA LECTURA




Leer no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin. ADOLF HITLER.


Mito número uno

Existe el mito generalizado de que los libros hacen libres a los hombres; haciendo extensivas estas palabras a la industrial cantidad libresca que sale de la imprentas al mundo, no dejan de parecer la concreción de un ideal romántico. Mas no todos los libros son la fuente de libertad con que la sueña el género humano. Pensemos de entrada en los libros más antiguos, los sagrados, que acompañados de lecturas fundamentalistas a lo largo de la Historia han sido causa de guerra, opresión y locura colectiva. Así como es imposible tapar con un dedo la luz del sol, es también innegable el alcance insospechado de esos objetos llamados libros, artilugios que nos acompañan desde hace milenios. Su posterior disposición en hojas encuadernadas dentro de una pasta o forro significó un salto cualitativo para la Humanidad y la libertad de muchos, hasta en la misma ficción. En efecto, los libros hicieron sabio y libre a Jean Valjean en Los miserables, de Victor Hugo, pero enloquecieron a Don Quijote y a Madame Bovary: he ahí su peligroso poder, su ambivalencia. Para algunos son objeto de culto, manantial de conocimiento o lente que permite la visión integral del universo. Para otros significan pesadilla y signo de peligro; la Historia ha visto la organización de piras, incendios colectivos de bibliotecas enteras. Hay libros benditos y malditos. Libros prohibidos. Libros tentadores. Artefactos para leer o no leer.


Mito número dos

El eslogan Leer nos hace mejores funciona bien para la promoción de la lectura (digna y loable causa), pero no es una verdad absoluta. ¿Somos más piadosos por leer? ¿Pueden convertirnos los libros en seres virtuosos, ejemplares? Gran cantidad de dictadores y genocidas, y sus apologistas, fueron en su mayoría gente culta y sensible al arte. Marinetti, Stalin, Napoleón, Castro, Margaret Thatcher y Pol Pot fueron excelentes lectores. Jorge Luis Borges y Camilo José Cela, aunado su respaldo a gobiernos dictatoriales abrigaron ideas fascistas aun cuando leían exquisiteces, además de escribirlas. Esto solo, a manera de contra ejemplo, derriba la idea postulada por el eslogan. Salman Rushdie fue hostigado por la escritura de un libro, empero, sus perseguidores eran amantes y lectores del Libro, el Corán. En resumidas cuentas, cada quien prefiere y opta por su versión del mundo, esto es, su libro. ¡Qué curioso que los depredadores de bibliotecas hayan desaparecido libros influidos ellos mismos por otros libros!


Una biblioteca de la infamia

De vuelta a los tiranos, que por mucho leer afinaron su agudeza y por tanto su capacidad dictatorial, por un lado prohibieron los libros (a sabiendas de que el vulgo no podía conocer lo que ellos) y por otro impulsaron su factura, la escritura de obras ideológicas que emanciparan sus causas. Stalin y Mao Tse Tung motivaron la escritura de novelas realistas que enalteciesen al proletariado y la Revolución, a la vez que persiguieron a escritores burgueses que optaban por otras búsquedas literarias. El caso de Adolf Hitler es llamativo, entre otras razones porque él también era un gran lector. Se dice que cuando llegó a Viena, más pobre que una rata almizclera, llevaba cuatro baúles repletos de libros. Hay quienes cuestionan que fuese un buen lector porque no amaba lo suficiente las novelas, prefiriendo volcarse en la lectura de libros antisemitas. Empero, conocía a los clásicos aceptablemente: en su retiro alpino del Berghof tenía las obras completas de Shakespeare y no leyó sólo El mercader de Venecia, pues hacía citas fluidas de Hamlet en sus diatribas. Recurría a menudo a la obra de Julio César, cuyos tomos formaban parte de su biblioteca personal que llegó a constar de 16, 000 volúmenes.

De entre las obras leídas por Hitler que bien podrían constituir una biblioteca de la infamia, podrían destacarse las siguientes que contribuyeron a afirmar sus ideas: Los protocolos de los sabios de Sión, El judío internacional (de Henry Ford), La amoralidad en el Talmud, El arte de convertirse en orador en pocas horas o textos narrativos como Relatos del explorador Sven Hedin. A menudo citaba las novelas del Oeste de Karl May (ante sus generales solía poner como ejemplo de habilidad táctica al héroe apache de May). Poseyó el Manual sobre el uso del gas venenoso (en el capítulo dedicado a los efectos del ácido prúsico hizo profusas anotaciones). Otros libros más de su biblioteca inicua son: La aventura de Ryback, El Parsifal, Las Profecías de Nostradamus y Peer Gynt. Entre el canon hitleriano hay lecturas de Nietzsche, Schopenhauer o Fitchte, aunque los ladrillos reales de su pensamiento filosófico no son precisamente ésas sino una serie de obras racistas y libros de ocultismo (entre ellos Magia: historia, teoría y práctica, de Ernst Schretel). Subrayó completa una copia de la biografía de Schlieffen, el genio prusiano y un práctico manual de identificación de tanques de guerra. Se sabe que poseyó también obras sobre Federico el Grande, especialmente la biografía de Carlyle.


Pequeña glosa

Nadie ha dicho que este texto sea una apología a la no-lectura, antes bien se define como advertencia ante la lectura fundamentalista de los libros (al pie de la letra) o su abordaje aislacionista (eliminando contextos): ambas posturas peligrosísimas. Por otro lado, los lectores genuinos evitan los eslóganes engañosos y se dejan guiar por su sólo instinto lector, sin importar si forman parte del bando de los buenos o los malos. Los supuestos seguirán siéndolo y el de los rollos, pergaminos, libelos y los libros primitivos y modernos conforma uno de los más geniales mitos. A nuestro modo, todos seguimos en busca de la desaparecida Biblioteca de Alejandría; leer libros seguirá siendo un ejercicio iniciático de excelso placer, equiparable sólo quizá con el de la escritura de los mismos.

viernes, 18 de junio de 2010

TECLEO QUE TECLEO U OLIVETTI LETTERA 32

Llevo en la sangre la estirpe de hombres que vivieron de y para las máquinas de escribir. A lo largo de su vida, mi abuelo materno y el hermano de mi madre repararon artefactos mecanográficos: Remington, Olimpia, Underwood, Silent, Corona, Olivetti y demás marcas desfilaron por sus talleres expertos. La última vez que vi con vida a mi tío, me mostró una Concordia vieja que reparó a finales de los años 70 y cuyo dueño jamás recogió: aún esperaba él que volviese por ella.
A los doce años de edad recibí como regalo una Olivetti Lettera 32, de verde inconfundible, protegida en su estuche de vinil; debí compartirla con una de mis tres hermanas, cuyo reclamo para sus planas de Mecanografía me trastornaba y debía dejar a medias las transcripciones monográficas de Cervantes o De Saint Exupéry para Español. Pese a las disputas de las que fue objeto, y a sus diversos vaivenes, la máquina permanece a la fecha como nueva.

El detonante de estos golpes de tecla fue la visita a una oficina burocrática. A su manera, mis antepasados oficiales mecanógrafo-mecánicos fueron burócratas: su nombre formó parte la nómina de las oficinas de estado del Distrito Federal hasta que ambos se jubilaron. Mirando cómo una secretaria de rostro adusto tecleaba sobre una forma de papel, me sorprendí por la vida activa que tienen aún esos que para algunos son objetos de museo y para otros el modus vivendi. La máquina de escribir sobrevive a tecnologías desplazadas y olvidadas, sigue y seguirá constituyendo el sistema idóneo para el llenado de formatos de importancia capital. Mientras haya burócratas, habrá máquinas de escribir (y los burócratas son eternos). Olivettis o Remington seguirán ahí en los momentos de colapso (eléctrico), ofreciéndose tecnología noble, preparada para un futuro post nuclear.



A propósito de un tiempo apocalíptico, que viene a la par con el escalofrío, la máquina de escribir se ganó a pulso su sitio en el imaginario colectivo del terror. Entre las historias de miedo que más me persiguieron por los días en que recibí mi Olivetti estaba la del tecleo (y consiguiente eco) de una máquina fantasma en alguna habitación desocupada. Un mar de veces me revolví sobre la cama, envuelto en sudor, escuchando esa máquina de escribir tecleada por un descarnado. En ocasiones, el golpeteo se debía a mi hermana, quien practicaba hasta las altas horas mientras los demás dormíamos.

Ahora mismo las traigo a la mente como las protagonistas del gesto romántico del escritor que no logra la concreción de su obra, una novela, digamos, y airado arranca la hoja mecanografiada, arruga el texto abortado para arrojarlo a lo lejos antes de dar un manotazo teatral al artefacto tipográfico y llevarse las manos a la cabeza. Mis caracteres serán censurados de leer esto Mauricio y Óscar, mis compañeros de secundaria, quienes optaron no por los rudos talleres masculinos de carpintería o herrería, ni por los refinados de imprenta o radio, sino por el de taquimecanografía. ¨Otra vez sale con sus ocurrencias¨, dirían, ¨no tiene ni idea de lo que se trata¨. Por su elección se les consideraba amanerados; cuando pregunté a Mauricio al respecto (yo llevaba carpintería, la mía era una elección mesiánica) me respondió sin vacilar que él y su amigo lo hacían para mantenerse cerca de las chicas. ¨Estamos rodeados de mujeres, se pelean por nosotros¨. Eran más hombres que quienes les llamaban maricas, disfrutando no sólo del teclado sino de la compañía de docenas de muchachas que después serían secretarias ejecutivas bilingües.

Empero a sus menciones de conquista femenina, Mauricio, quien era asiduo como yo a las revistas del Reader’s Digest y un obsesivo compulsivo por la perfección, hacía gravitar su mundo alrededor del teclado. Organizaba un cosmos en torno a los caracteres en la hoja de papel bond. Aseguraba que su trabajo, su vida y mundo estarían tras una máquina de escribir. Tecleando, cumplía su sueño de imprimir orden al mundo. Dotaba a la imperfecta letra manuscrita, delatora de manías, tosquedad o lo viable de posibles acusaciones ante un grafólogo, de una cualidad de la que ésta carecía: el poder de ser eterna, inamovible y ¨reconocida¨. Para él, sólo aquello que había sido mecanografiado gozaba del rango de válido.
Otro tanto hacía mi hermana, para quien la vida giraba por igual en torno a lo escrito en la Olivetti. (Su sueño: ser una secretaria importante, sic). Dedicó su juventud al perfeccionamiento de la técnica, la rememoro tecleando pese a las protestas de la familia por su ¨escándalo¨ que no dejaba dormir a quienes madrugarían para ir a la escuela. Escribía con los ojos vendados hasta alcanzar el dominio de sus ejercicios. Ocasionalmente, mecanografiaba a oscuras. La sola revisión a sus hojas atravesadas por columnas de palabras, o juegos de oraciones de cada vez mayor complejidad, me parecía el mayor logro perseguido en la grafotécnica. Mas nunca satisfizo a su perfeccionista profesora, que en paz descanse. Aún guarda con celo sus hojas: cientos de ellas colmadas de tipografía mecanográfica. En los momentos de trance y preocupaciones por sus hijos adolescentes, mi hermana experimenta una pizca de paz contemplando el orden lexicográfico que perdura impreso en sus hojas, ahora amarillas.

Con respecto a mí, la única hazaña grafográfica-mecanopráctica de la que puedo ufanarme consistió en resolver un problema irresoluble, logro que impresionó a la instructora de mi hermana al enterarse: ¿cómo mecanografiar con una máquina carente de cinta entintada? Afronté la emergencia colocando una hoja de papel carbón entre dos de bond. Escribí sin ver lo que tecleaba, con el máximo cuidado y caracter por caracter hasta terminar una carta importante. El truco me salvó. Al retirar la hoja uno de papel bond y la hoja dos de papel carbón, quedó lo mecanografiado en la hoja tres. Yo, el único torpe para su uso, continué empleando la Olivetti por años. En ella mecanografié mis primeros cuentos y luego artículos periodísticos y otra vez cuentos e intentos novelísticos sin pies ni cabeza. Fui yo quien optó por la continuidad atribulada en pos de la perfección, no en la técnica del mecanografiado, sino del mundo transcrito en palabras, inabarcable y misterioso. Y por las noches maldecía al equivocarme y desatorar los tipos y destrabar teclas atoradas en el marasmo. Ciertamente maldije y volví a maldecir cuando colocaba corrector líquido o en tiras de papel sobre caracteres erráticos u oraciones inservibles. Muchas veces arranqué la hoja, la desgarré antes de lanzarla lejos y llevarme sendas manos a la cabeza. Con tal gesto me suponía un romántico.

Soy disléxico por vocación. Me pregunto cómo se oiría mi dislexia en el teclado lineal de un piano. Con el paso del tiempo, mi escritura sin sistema, sólo con los índices, funcionaba a la perfección. Podía sostener el mundo con dos dedos, hacerlo girar y desprender palabras, caracteres, pero quise aprender el sistema y el mundo se desmoronó a causa del método. Todo lo perdí. Acabé en el caos y no pude recuperar mi habilidad bidigital. Ahora sigo maldiciendo ante el teclado del ordenador y ya no arranco la hoja contaminada de erratas: en su lugar empleo, con igual o mayor furia, el asesino efecto de la tecla `delete`. La Olivetti Lettera 32 yace en mi estudio a unos metros del monitor (logro innegable de la informática) como verde testigo de un cambio de tiempo en el que el mecanógrafo ocupaba la máquina de escribir para muchos fines.
Ciertamente, Bukowski empleó una vez su máquina de escribir como arma para defenderse. Ciertamente, en aquellos tiempos pensabas mejor lo que dirías y teclearías. Tecleo. Tecleo que tecleo. Mentalmente me veo teclear que tecleo y también puedo verme ver que tecleo... pudo haber tecleado Elizondo. Ciertamente.

miércoles, 12 de mayo de 2010

ESE MISTERIO LLAMADO DIIERT

Ha dicho Diiert con energía que “no es Diiert lo que importa, ni siquiera los libros”. La sola afirmación se antoja a un afán del escritor por construirse su propio mito. No es así.

Los vaivenes azarosos del hado me eligieron para hablar una presurosa vez con él; por el nerviosismo grabé palabras que la llovizna citadina arrastraba y resultan apenas audibles. Algo de inglés capté, con el acento que sólo poseen quienes han sido desamparados por las deidades nórdicas; lo demás no lo entendí, tal vez era mezcla de alguna lengua eslava con el germano.




Tomé notas. Disparé dos veces mi cámara fotográfica y heme aquí sin revelar aún los negativos de la película, temeroso de que la sola mirada fría, penetrante del autor, los haya velado. Ya llegará el momento de comprobarlo. Mi única prueba material de que lo tuve ante mí es un botón desprendido de su impermeable que en breve mostraré al mundo.


En este post apresurado (como lo fue mi encuentro con el escritor), azaroso (como es mi ingreso a este blog), coloco una de las escasas fotografías que se dicen suyas y que circulan por el espacio ciberal. Ignoro su veracidad porque no lo vi usando bastón, no aún. Empero el modo erguido de caminar, definitivamente altivo, y el cabello plateado como peinado por un dios de la ira, me hacen pensar que podría tratarse de él. Es necesario mirarlo de frente para corroborarlo.


A estas alturas de la historia, cuando se ignora el destino y paradero del creador de Mirabilis, tecleo con la certeza de que todo lo que se diga a partir de ahora sobre Diiert será imaginación.

martes, 16 de febrero de 2010

LA TARDE DEL ASESINO

¿Cuántas veces había estado en la entrada del laberinto? Presto a subir las gradas, cuido el equilibrio para no ser atraído por el ojo arenoso que desde el centro me mira. (El laberinto circular es el más engañoso de todos). Andaba cazando una certeza y se me colocó aquí. Me he perdido en otro dédalo de vivencias, el conocimiento me pesa al hombro, hace tiempo que mi ciudad ha dejado de asombrarme... Si quieres encontrarte, piérdete en un estadio, deslízate por una plaza, ábrete paso por los anfiteatros de Roma...

Momentos antes del arribo, en compañía de A., elucubro ideas mientras recorremos la ancha Insurgentes, hablo del significado del preparativo. La ciudad ignora mis palabras, pero las oye el conductor del taxi y A. A lo que vamos es al dédalo, le digo y me increpa... Dédalo, autor del laberinto que lleva su nombre (aquél en el que el toro bufa enfurecido). Dédalo, el que voló hacia el mismo sol que ahora vuelve ardientes las gradas de esta plaza. ¡Él también participa de la ceremonia! Es un paraboloide el que conforma la estructura del anfiteatro (plaza México) y a la llegada vuelvo la cabeza. A mi vista los cornúpetas pacen, comen, pasean exhibiendo el semi tonelaje que pesan. Al retomar el camino, ya por descender a las gradas, miro hacia abajo la curvatura voraz, pienso que voy a deslizarme en el interior de un cuenco empinado hasta la presencia del coloso astado. Quema el sol. Es la tarde de la furia.

A. intenta convencerme de que desconozco del tema. Hay complicidades, dice, que hacen uno de todos, lo otro es meramente secundario. A la par, se mofa de los defensores de los derechos animales que censurarían nuestra expedición, aduce a las matanzas de los rastros que aquéllos ignoran para hacer ruido sobre el espectáculo. ¿Qué otras maneras tengo de llamar a las bestias que vi momentos antes? ¿Rumiantes? ¿Bueyes? Me gustaría asignarles el nombre de minotauros, y en ausencia de la parte humana dejo tauros, los tauros bisnietos del bos primigenius taurus. Todas su vida son tratados como reyes, me dice A., el momento de su muerte es un lapso en su grandeza. Coincido, esto no es un rastro, sino un templo...

A unos pasos del sitio que ocupara Lee Harvey Oswald, circunscribo la zona en la que se asegura tomó su lugar para planear el atentado de JFK, así, voy asiento tras asiento para garantizarme que he ocupado su sitio por un fragmento de tiempo, ante la furia que bufa abajo a la espera de la víctima. Aquí mismo se celebró el triunfo de una elección política corrupta. Aquí grita el gentío, ante la cercanía de la sangre. Aquí se habla de ignominia. Y yo presenciando el ritual, del que da fe mi ticket... Las exclamaciones de la turba ya celebran. Aquél que venza conservará su vida. Uno, ligero como el viento, escurridizo, con la daga y la espada bajo el capote encendido de sangre. Es tan frágil... Otro, de media tonelada de furia y carne, con la cornamenta dispuesta a la perforación.

Sólo es otro tiempo. Sólo otro lugar. Doy tragos al vino que A. me extiende. Mastico el pan de centeno que contiene rebanadas de jamón. Bebemos cerveza. En resumen, también como y bebo hasta la embriaguez del contenido etílico de la bota, igual que las almas que me rodean apostadas aquí y allá en los niveles concéntricos de la construcción.

Claro está que nadie se encuentra festejando el cómo se ultima al tauro. He aquí el misterio: nadie celebra la sangre. Nadie el dolor. Mi pasmo radica en que, sin que ellos lo sospechen, se encuentran ante el misterio mayor del Sacrificio. El lidiador debe realizarlo bien u otros ocuparán su sitio. Sacrificio involucra volver sagrada a la bestia. Nunca al torero. Siempre al toro (es el heŕoe, no se olvide). El Toro nos está salvando y redimiendo como lo hicieron antaño las palomas blancas, los becerros de la hecatombe, los humanos, los mesías. Un Toro de Fuego bajo el ardor del astro que nos quema, bajo la furia.

No debería definirse asesino al artífice del sacrificio, el asesino es Lee Harvey Oswald. El otro es un sacerdote espontáneo que se persignó antes de salir, que se inundó de temblores como lo hizo Cristo mientras oró en el Monte de los Olivos. Que pase de mí esta copa... Sigue un enfrentamiento al miedo. Ser embestido, aplastado o propinar la estocada. Asumir el combate. Levantarse tras la caída o seguir cayendo para siempre. Si en algo debo insistir es que los tauros serán vueltos sagrados. Uno a uno. Uno por uno. Alrededor reparo en la convivencia de los presentes que se pasan el vino, comparten el pan o las frituras y como una fraternidad conversan unos con otros sin conocerse. Los detractores dirán: se hermanan entre ellos para el festejo de la masacre, entre asesinos se comprenden. Parece que se trata de otra cosa.

Tomado por sorpresa, el torero es lanzado al aire (¿cuál es su nombre?, sin nombre lo nombro). Su muslo resulta atravesado. Que sea maldito el nombre de quien vitoree el suceso como castigo merecido al verdugo. Aplausos. He intentado el registro de esto a la vez que veo fenecer el resplandor del sol que se desploma en las gradas. Al fondo, cuatro hombres se llevan al caído sobre la camilla, como si condujesen un ataúd. Más aplausos mientas el sacerdote profano es llevado a la cámara. Como reultado, la bestia brama su heroísmo de sobrevivir y de haber corneado. Pero el otro, también sobreviviente, tras varios minutos y luego de haber agradecido a su deidad vuelve aún herido a terminar el Sacrificio. Cojeando se interna en el círculo arenoso. Va a enfrentar su miedo de cientos de kilos. Y el asesino sigue siendo el magnicida, el boina verde, el francotirador cuyo asiento sostiene mi peso y que fue ocupado por él, una tarde soleada.

Podría desdecirme de todo lo escrito, o inscribirlo con fuego. En realidad no es esto a lo que he venido al anfiteatro. El destino me repara otro derrotero, y esta es la tarde elegida (ahora noche) para que se concrete. Mareados por el vino y la cerveza, A. y yo seguimos contemplando al ruedo, iluminado ya por los reflectores. En vaivenes ha habido sonrisas dirigidas a nosotros. Hubo quien nos pasó su bota de vino sin conocernos y con quienes nos tomamos retratos (también desconocidos que nos saludaron amigables). Creo que entiendo el sentido de todo esto, expreso a A. Desde la parte baja alguien nos envía luces de bengala para que las encendamos. Ahí en el centro, el mito. Por todas partes el laberinto. La espada y la cornamenta aún se enfrentan y algunos espectadores empiezan a marcharse, pasan a nuestro lado despidiéndose, en sus manos las varitas de bengala despiden destellos. El vendedor de cervezas y salchichas reparte vasos de papel y regala la bebida restante. Es el momento en que reparo en el hombre de aspecto campirano, abajo a mi izquierda, que se acomoda el sombrero de ala ancha. Sus hijas ofrecen vasos de plástico a los espectadores. En el rostro generoso del sujeto brilla la tranquilidad de quien está en paz consigo mismo, hace señas a quienes tiene cerca para que esperen a las muchachas que han vuelto a él. De su mochila extrae botellas de tequila. Entre él y las hijas empiezan a servir el elíxir a los desconocidos, a quienes hacen partícipes de su bondad. A. y yo tenemos nuestros vasos en la mano y el desconocido se acerca a nosotros debiendo subir varias gradas. ¿Quieren un poco?, pregunta. Al darle las gracias nos dice que somos bienvenidos y su voz trasluce esa serenidad que creía olvidada por mi género: ¡la misma calma que suele haber en la superficie de un lago, cuyas aguas ondulan plácidas! Su alcohol me sabe a la hermandad que hemos arrojado por la borda. Bajo su efecto salimos, embriagados de gratitud. Sé educado, despídete de todos, me indica A. Hacemos señas con el brazo a los que se quedan, el hombre se vuelve hacia nosotros y nos dedica una breve inclinación con la cabeza. Entre la multitud de familias vamos abriéndonos paso hacia Insurgentes, en medio de la noche iluminada mis latidos se aceleran por el fervor. Emocionado, A. me pide que no olvidemos aquel momento. Eres mi camarada, mi brother. Desde siempre y para siempre, le respondo.

Si mi lengua me dejase silbar al cielo como los que avanzan a nuestro lado así lo haría. Si creyese en Dios me encontraría rezando, porque navegaba a punto del naufragio y he venido a encontrarme. Desde el asiento del asesino experimenté la Reconciliación insospechada. Me ha sido devuelto un poco de fe, no sé en qué, ¿en los humanos?, ¿en el espíritu de mi época? Y anoto aquí, bajo el destello de las pocas estrellas distinguibles en la altura, que no fue en vano el derramamiento sacrificial.

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