¿Cuántas veces había estado en la entrada del laberinto? Presto a subir las gradas, cuido el equilibrio para no ser atraído por el ojo arenoso que desde el centro me mira. (El laberinto circular es el más engañoso de todos). Andaba cazando una certeza y se me colocó aquí. Me he perdido en otro dédalo de vivencias, el conocimiento me pesa al hombro, hace tiempo que mi ciudad ha dejado de asombrarme... Si quieres encontrarte, piérdete en un estadio, deslízate por una plaza, ábrete paso por los anfiteatros de Roma...
A. intenta convencerme de que desconozco del tema. Hay complicidades, dice, que hacen uno de todos, lo otro es meramente secundario. A la par, se mofa de los defensores de los derechos animales que censurarían nuestra expedición, aduce a las matanzas de los rastros que aquéllos ignoran para hacer ruido sobre el espectáculo. ¿Qué otras maneras tengo de llamar a las bestias que vi momentos antes? ¿Rumiantes? ¿Bueyes? Me gustaría asignarles el nombre de minotauros, y en ausencia de la parte humana dejo tauros, los tauros bisnietos del bos primigenius taurus. Todas su vida son tratados como reyes, me dice A., el momento de su muerte es un lapso en su grandeza. Coincido, esto no es un rastro, sino un templo...
A unos pasos del sitio que ocupara Lee Harvey Oswald, circunscribo la zona en la que se asegura tomó su lugar para planear el atentado de JFK, así, voy asiento tras asiento para garantizarme que he ocupado su sitio por un fragmento de tiempo, ante la furia que bufa abajo a la espera de la víctima. Aquí mismo se celebró el triunfo de una elección política corrupta. Aquí grita el gentío, ante la cercanía de la sangre. Aquí se habla de ignominia. Y yo presenciando el ritual, del que da fe mi ticket... Las exclamaciones de la turba ya celebran. Aquél que venza conservará su vida. Uno, ligero como el viento, escurridizo, con la daga y la espada bajo el capote encendido de sangre. Es tan frágil... Otro, de media tonelada de furia y carne, con la cornamenta dispuesta a la perforación.
Sólo es otro tiempo. Sólo otro lugar. Doy tragos al vino que A. me extiende. Mastico el pan de centeno que contiene rebanadas de jamón. Bebemos cerveza. En resumen, también como y bebo hasta la embriaguez del contenido etílico de la bota, igual que las almas que me rodean apostadas aquí y allá en los niveles concéntricos de la construcción.
Claro está que nadie se encuentra festejando el cómo se ultima al tauro. He aquí el misterio: nadie celebra la sangre. Nadie el dolor. Mi pasmo radica en que, sin que ellos lo sospechen, se encuentran ante el misterio mayor del Sacrificio. El lidiador debe realizarlo bien u otros ocuparán su sitio. Sacrificio involucra volver sagrada a la bestia. Nunca al torero. Siempre al toro (es el heŕoe, no se olvide). El Toro nos está salvando y redimiendo como lo hicieron antaño las palomas blancas, los becerros de la hecatombe, los humanos, los mesías. Un Toro de Fuego bajo el ardor del astro que nos quema, bajo la furia.
No debería definirse asesino al artífice del sacrificio, el asesino es Lee Harvey Oswald. El otro es un sacerdote espontáneo que se persignó antes de salir, que se inundó de temblores como lo hizo Cristo mientras oró en el Monte de los Olivos. Que pase de mí esta copa... Sigue un enfrentamiento al miedo. Ser embestido, aplastado o propinar la estocada. Asumir el combate. Levantarse tras la caída o seguir cayendo para siempre. Si en algo debo insistir es que los tauros serán vueltos sagrados. Uno a uno. Uno por uno. Alrededor reparo en la convivencia de los presentes que se pasan el vino, comparten el pan o las frituras y como una fraternidad conversan unos con otros sin conocerse. Los detractores dirán: se hermanan entre ellos para el festejo de la masacre, entre asesinos se comprenden. Parece que se trata de otra cosa.
Tomado por sorpresa, el torero es lanzado al aire (¿cuál es su nombre?, sin nombre lo nombro). Su muslo resulta atravesado. Que sea maldito el nombre de quien vitoree el suceso como castigo merecido al verdugo. Aplausos. He intentado el registro de esto a la vez que veo fenecer el resplandor del sol que se desploma en las gradas. Al fondo, cuatro hombres se llevan al caído sobre la camilla, como si condujesen un ataúd. Más aplausos mientas el sacerdote profano es llevado a la cámara. Como reultado, la bestia brama su heroísmo de sobrevivir y de haber corneado. Pero el otro, también sobreviviente, tras varios minutos y luego de haber agradecido a su deidad vuelve aún herido a terminar el Sacrificio. Cojeando se interna en el círculo arenoso. Va a enfrentar su miedo de cientos de kilos. Y el asesino sigue siendo el magnicida, el boina verde, el francotirador cuyo asiento sostiene mi peso y que fue ocupado por él, una tarde soleada.
Podría desdecirme de todo lo escrito, o inscribirlo con fuego. En realidad no es esto a lo que he venido al anfiteatro. El destino me repara otro derrotero, y esta es la tarde elegida (ahora noche) para que se concrete. Mareados por el vino y la cerveza, A. y yo seguimos contemplando al ruedo, iluminado ya por los reflectores. En vaivenes ha habido sonrisas dirigidas a nosotros. Hubo quien nos pasó su bota de vino sin conocernos y con quienes nos tomamos retratos (también desconocidos que nos saludaron amigables). Creo que entiendo el sentido de todo esto, expreso a A. Desde la parte baja alguien nos envía luces de bengala para que las encendamos. Ahí en el centro, el mito. Por todas partes el laberinto. La espada y la cornamenta aún se enfrentan y algunos espectadores empiezan a marcharse, pasan a nuestro lado despidiéndose, en sus manos las varitas de bengala despiden destellos. El vendedor de cervezas y salchichas reparte vasos de papel y regala la bebida restante. Es el momento en que reparo en el hombre de aspecto campirano, abajo a mi izquierda, que se acomoda el sombrero de ala ancha. Sus hijas ofrecen vasos de plástico a los espectadores. En el rostro generoso del sujeto brilla la tranquilidad de quien está en paz consigo mismo, hace señas a quienes tiene cerca para que esperen a las muchachas que han vuelto a él. De su mochila extrae botellas de tequila. Entre él y las hijas empiezan a servir el elíxir a los desconocidos, a quienes hacen partícipes de su bondad. A. y yo tenemos nuestros vasos en la mano y el desconocido se acerca a nosotros debiendo subir varias gradas. ¿Quieren un poco?, pregunta. Al darle las gracias nos dice que somos bienvenidos y su voz trasluce esa serenidad que creía olvidada por mi género: ¡la misma calma que suele haber en la superficie de un lago, cuyas aguas ondulan plácidas! Su alcohol me sabe a la hermandad que hemos arrojado por la borda. Bajo su efecto salimos, embriagados de gratitud. Sé educado, despídete de todos, me indica A. Hacemos señas con el brazo a los que se quedan, el hombre se vuelve hacia nosotros y nos dedica una breve inclinación con la cabeza. Entre la multitud de familias vamos abriéndonos paso hacia Insurgentes, en medio de la noche iluminada mis latidos se aceleran por el fervor. Emocionado, A. me pide que no olvidemos aquel momento. Eres mi camarada, mi brother. Desde siempre y para siempre, le respondo.
Si mi lengua me dejase silbar al cielo como los que avanzan a nuestro lado así lo haría. Si creyese en Dios me encontraría rezando, porque navegaba a punto del naufragio y he venido a encontrarme. Desde el asiento del asesino experimenté la Reconciliación insospechada. Me ha sido devuelto un poco de fe, no sé en qué, ¿en los humanos?, ¿en el espíritu de mi época? Y anoto aquí, bajo el destello de las pocas estrellas distinguibles en la altura, que no fue en vano el derramamiento sacrificial.