viernes, 18 de junio de 2010

TECLEO QUE TECLEO U OLIVETTI LETTERA 32

Llevo en la sangre la estirpe de hombres que vivieron de y para las máquinas de escribir. A lo largo de su vida, mi abuelo materno y el hermano de mi madre repararon artefactos mecanográficos: Remington, Olimpia, Underwood, Silent, Corona, Olivetti y demás marcas desfilaron por sus talleres expertos. La última vez que vi con vida a mi tío, me mostró una Concordia vieja que reparó a finales de los años 70 y cuyo dueño jamás recogió: aún esperaba él que volviese por ella.
A los doce años de edad recibí como regalo una Olivetti Lettera 32, de verde inconfundible, protegida en su estuche de vinil; debí compartirla con una de mis tres hermanas, cuyo reclamo para sus planas de Mecanografía me trastornaba y debía dejar a medias las transcripciones monográficas de Cervantes o De Saint Exupéry para Español. Pese a las disputas de las que fue objeto, y a sus diversos vaivenes, la máquina permanece a la fecha como nueva.

El detonante de estos golpes de tecla fue la visita a una oficina burocrática. A su manera, mis antepasados oficiales mecanógrafo-mecánicos fueron burócratas: su nombre formó parte la nómina de las oficinas de estado del Distrito Federal hasta que ambos se jubilaron. Mirando cómo una secretaria de rostro adusto tecleaba sobre una forma de papel, me sorprendí por la vida activa que tienen aún esos que para algunos son objetos de museo y para otros el modus vivendi. La máquina de escribir sobrevive a tecnologías desplazadas y olvidadas, sigue y seguirá constituyendo el sistema idóneo para el llenado de formatos de importancia capital. Mientras haya burócratas, habrá máquinas de escribir (y los burócratas son eternos). Olivettis o Remington seguirán ahí en los momentos de colapso (eléctrico), ofreciéndose tecnología noble, preparada para un futuro post nuclear.



A propósito de un tiempo apocalíptico, que viene a la par con el escalofrío, la máquina de escribir se ganó a pulso su sitio en el imaginario colectivo del terror. Entre las historias de miedo que más me persiguieron por los días en que recibí mi Olivetti estaba la del tecleo (y consiguiente eco) de una máquina fantasma en alguna habitación desocupada. Un mar de veces me revolví sobre la cama, envuelto en sudor, escuchando esa máquina de escribir tecleada por un descarnado. En ocasiones, el golpeteo se debía a mi hermana, quien practicaba hasta las altas horas mientras los demás dormíamos.

Ahora mismo las traigo a la mente como las protagonistas del gesto romántico del escritor que no logra la concreción de su obra, una novela, digamos, y airado arranca la hoja mecanografiada, arruga el texto abortado para arrojarlo a lo lejos antes de dar un manotazo teatral al artefacto tipográfico y llevarse las manos a la cabeza. Mis caracteres serán censurados de leer esto Mauricio y Óscar, mis compañeros de secundaria, quienes optaron no por los rudos talleres masculinos de carpintería o herrería, ni por los refinados de imprenta o radio, sino por el de taquimecanografía. ¨Otra vez sale con sus ocurrencias¨, dirían, ¨no tiene ni idea de lo que se trata¨. Por su elección se les consideraba amanerados; cuando pregunté a Mauricio al respecto (yo llevaba carpintería, la mía era una elección mesiánica) me respondió sin vacilar que él y su amigo lo hacían para mantenerse cerca de las chicas. ¨Estamos rodeados de mujeres, se pelean por nosotros¨. Eran más hombres que quienes les llamaban maricas, disfrutando no sólo del teclado sino de la compañía de docenas de muchachas que después serían secretarias ejecutivas bilingües.

Empero a sus menciones de conquista femenina, Mauricio, quien era asiduo como yo a las revistas del Reader’s Digest y un obsesivo compulsivo por la perfección, hacía gravitar su mundo alrededor del teclado. Organizaba un cosmos en torno a los caracteres en la hoja de papel bond. Aseguraba que su trabajo, su vida y mundo estarían tras una máquina de escribir. Tecleando, cumplía su sueño de imprimir orden al mundo. Dotaba a la imperfecta letra manuscrita, delatora de manías, tosquedad o lo viable de posibles acusaciones ante un grafólogo, de una cualidad de la que ésta carecía: el poder de ser eterna, inamovible y ¨reconocida¨. Para él, sólo aquello que había sido mecanografiado gozaba del rango de válido.
Otro tanto hacía mi hermana, para quien la vida giraba por igual en torno a lo escrito en la Olivetti. (Su sueño: ser una secretaria importante, sic). Dedicó su juventud al perfeccionamiento de la técnica, la rememoro tecleando pese a las protestas de la familia por su ¨escándalo¨ que no dejaba dormir a quienes madrugarían para ir a la escuela. Escribía con los ojos vendados hasta alcanzar el dominio de sus ejercicios. Ocasionalmente, mecanografiaba a oscuras. La sola revisión a sus hojas atravesadas por columnas de palabras, o juegos de oraciones de cada vez mayor complejidad, me parecía el mayor logro perseguido en la grafotécnica. Mas nunca satisfizo a su perfeccionista profesora, que en paz descanse. Aún guarda con celo sus hojas: cientos de ellas colmadas de tipografía mecanográfica. En los momentos de trance y preocupaciones por sus hijos adolescentes, mi hermana experimenta una pizca de paz contemplando el orden lexicográfico que perdura impreso en sus hojas, ahora amarillas.

Con respecto a mí, la única hazaña grafográfica-mecanopráctica de la que puedo ufanarme consistió en resolver un problema irresoluble, logro que impresionó a la instructora de mi hermana al enterarse: ¿cómo mecanografiar con una máquina carente de cinta entintada? Afronté la emergencia colocando una hoja de papel carbón entre dos de bond. Escribí sin ver lo que tecleaba, con el máximo cuidado y caracter por caracter hasta terminar una carta importante. El truco me salvó. Al retirar la hoja uno de papel bond y la hoja dos de papel carbón, quedó lo mecanografiado en la hoja tres. Yo, el único torpe para su uso, continué empleando la Olivetti por años. En ella mecanografié mis primeros cuentos y luego artículos periodísticos y otra vez cuentos e intentos novelísticos sin pies ni cabeza. Fui yo quien optó por la continuidad atribulada en pos de la perfección, no en la técnica del mecanografiado, sino del mundo transcrito en palabras, inabarcable y misterioso. Y por las noches maldecía al equivocarme y desatorar los tipos y destrabar teclas atoradas en el marasmo. Ciertamente maldije y volví a maldecir cuando colocaba corrector líquido o en tiras de papel sobre caracteres erráticos u oraciones inservibles. Muchas veces arranqué la hoja, la desgarré antes de lanzarla lejos y llevarme sendas manos a la cabeza. Con tal gesto me suponía un romántico.

Soy disléxico por vocación. Me pregunto cómo se oiría mi dislexia en el teclado lineal de un piano. Con el paso del tiempo, mi escritura sin sistema, sólo con los índices, funcionaba a la perfección. Podía sostener el mundo con dos dedos, hacerlo girar y desprender palabras, caracteres, pero quise aprender el sistema y el mundo se desmoronó a causa del método. Todo lo perdí. Acabé en el caos y no pude recuperar mi habilidad bidigital. Ahora sigo maldiciendo ante el teclado del ordenador y ya no arranco la hoja contaminada de erratas: en su lugar empleo, con igual o mayor furia, el asesino efecto de la tecla `delete`. La Olivetti Lettera 32 yace en mi estudio a unos metros del monitor (logro innegable de la informática) como verde testigo de un cambio de tiempo en el que el mecanógrafo ocupaba la máquina de escribir para muchos fines.
Ciertamente, Bukowski empleó una vez su máquina de escribir como arma para defenderse. Ciertamente, en aquellos tiempos pensabas mejor lo que dirías y teclearías. Tecleo. Tecleo que tecleo. Mentalmente me veo teclear que tecleo y también puedo verme ver que tecleo... pudo haber tecleado Elizondo. Ciertamente.

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