martes, 14 de septiembre de 2010

LOS MITOS DEL CULTO A LA LECTURA




Leer no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin. ADOLF HITLER.


Mito número uno

Existe el mito generalizado de que los libros hacen libres a los hombres; haciendo extensivas estas palabras a la industrial cantidad libresca que sale de la imprentas al mundo, no dejan de parecer la concreción de un ideal romántico. Mas no todos los libros son la fuente de libertad con que la sueña el género humano. Pensemos de entrada en los libros más antiguos, los sagrados, que acompañados de lecturas fundamentalistas a lo largo de la Historia han sido causa de guerra, opresión y locura colectiva. Así como es imposible tapar con un dedo la luz del sol, es también innegable el alcance insospechado de esos objetos llamados libros, artilugios que nos acompañan desde hace milenios. Su posterior disposición en hojas encuadernadas dentro de una pasta o forro significó un salto cualitativo para la Humanidad y la libertad de muchos, hasta en la misma ficción. En efecto, los libros hicieron sabio y libre a Jean Valjean en Los miserables, de Victor Hugo, pero enloquecieron a Don Quijote y a Madame Bovary: he ahí su peligroso poder, su ambivalencia. Para algunos son objeto de culto, manantial de conocimiento o lente que permite la visión integral del universo. Para otros significan pesadilla y signo de peligro; la Historia ha visto la organización de piras, incendios colectivos de bibliotecas enteras. Hay libros benditos y malditos. Libros prohibidos. Libros tentadores. Artefactos para leer o no leer.


Mito número dos

El eslogan Leer nos hace mejores funciona bien para la promoción de la lectura (digna y loable causa), pero no es una verdad absoluta. ¿Somos más piadosos por leer? ¿Pueden convertirnos los libros en seres virtuosos, ejemplares? Gran cantidad de dictadores y genocidas, y sus apologistas, fueron en su mayoría gente culta y sensible al arte. Marinetti, Stalin, Napoleón, Castro, Margaret Thatcher y Pol Pot fueron excelentes lectores. Jorge Luis Borges y Camilo José Cela, aunado su respaldo a gobiernos dictatoriales abrigaron ideas fascistas aun cuando leían exquisiteces, además de escribirlas. Esto solo, a manera de contra ejemplo, derriba la idea postulada por el eslogan. Salman Rushdie fue hostigado por la escritura de un libro, empero, sus perseguidores eran amantes y lectores del Libro, el Corán. En resumidas cuentas, cada quien prefiere y opta por su versión del mundo, esto es, su libro. ¡Qué curioso que los depredadores de bibliotecas hayan desaparecido libros influidos ellos mismos por otros libros!


Una biblioteca de la infamia

De vuelta a los tiranos, que por mucho leer afinaron su agudeza y por tanto su capacidad dictatorial, por un lado prohibieron los libros (a sabiendas de que el vulgo no podía conocer lo que ellos) y por otro impulsaron su factura, la escritura de obras ideológicas que emanciparan sus causas. Stalin y Mao Tse Tung motivaron la escritura de novelas realistas que enalteciesen al proletariado y la Revolución, a la vez que persiguieron a escritores burgueses que optaban por otras búsquedas literarias. El caso de Adolf Hitler es llamativo, entre otras razones porque él también era un gran lector. Se dice que cuando llegó a Viena, más pobre que una rata almizclera, llevaba cuatro baúles repletos de libros. Hay quienes cuestionan que fuese un buen lector porque no amaba lo suficiente las novelas, prefiriendo volcarse en la lectura de libros antisemitas. Empero, conocía a los clásicos aceptablemente: en su retiro alpino del Berghof tenía las obras completas de Shakespeare y no leyó sólo El mercader de Venecia, pues hacía citas fluidas de Hamlet en sus diatribas. Recurría a menudo a la obra de Julio César, cuyos tomos formaban parte de su biblioteca personal que llegó a constar de 16, 000 volúmenes.

De entre las obras leídas por Hitler que bien podrían constituir una biblioteca de la infamia, podrían destacarse las siguientes que contribuyeron a afirmar sus ideas: Los protocolos de los sabios de Sión, El judío internacional (de Henry Ford), La amoralidad en el Talmud, El arte de convertirse en orador en pocas horas o textos narrativos como Relatos del explorador Sven Hedin. A menudo citaba las novelas del Oeste de Karl May (ante sus generales solía poner como ejemplo de habilidad táctica al héroe apache de May). Poseyó el Manual sobre el uso del gas venenoso (en el capítulo dedicado a los efectos del ácido prúsico hizo profusas anotaciones). Otros libros más de su biblioteca inicua son: La aventura de Ryback, El Parsifal, Las Profecías de Nostradamus y Peer Gynt. Entre el canon hitleriano hay lecturas de Nietzsche, Schopenhauer o Fitchte, aunque los ladrillos reales de su pensamiento filosófico no son precisamente ésas sino una serie de obras racistas y libros de ocultismo (entre ellos Magia: historia, teoría y práctica, de Ernst Schretel). Subrayó completa una copia de la biografía de Schlieffen, el genio prusiano y un práctico manual de identificación de tanques de guerra. Se sabe que poseyó también obras sobre Federico el Grande, especialmente la biografía de Carlyle.


Pequeña glosa

Nadie ha dicho que este texto sea una apología a la no-lectura, antes bien se define como advertencia ante la lectura fundamentalista de los libros (al pie de la letra) o su abordaje aislacionista (eliminando contextos): ambas posturas peligrosísimas. Por otro lado, los lectores genuinos evitan los eslóganes engañosos y se dejan guiar por su sólo instinto lector, sin importar si forman parte del bando de los buenos o los malos. Los supuestos seguirán siéndolo y el de los rollos, pergaminos, libelos y los libros primitivos y modernos conforma uno de los más geniales mitos. A nuestro modo, todos seguimos en busca de la desaparecida Biblioteca de Alejandría; leer libros seguirá siendo un ejercicio iniciático de excelso placer, equiparable sólo quizá con el de la escritura de los mismos.

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