lunes, 11 de abril de 2011

DISERTACIÓN SOBRE LAS AGUJETAS

Es más sabio quien se anuda bien las agujetas que el conocedor de la obra completa de Schopenhauer. Se mire por donde se mire, la anterior apunta a una máxima sin consideración a quien durante años pudo consagrar su existencia al estudio de los filósofos pero anda por el mundo exhibiendo las trazas, a todas luces vulgares, de no atarse las agujetas.

Aún no pisa la faz de la tierra el filósofo o el poeta que se atreva a disertar sobre esos dispositivos simples, nada superficiales, que nos aseguran el buen andar durante el día. Pensemos en quienes, apenas llegada la noche, se quejan de sus desgracias justo al desatarse el calzado. Lanzan los zapatos y siguen con su envoltorio de suspiros mientras se colocan las sandalias o pantuflas. Claro, quizá es liberador desanudar esos objetos de tensión en los pies, lo curioso es que los quejosos no reparan en ello y continúan con los lamentos.

Mira un instante a tus pies; si éstos te sostienen aún al final de la jornada, significa que tu día no fue tan malo. Aún no tocas fondo.

Cada vez que tengo prisa, me atribula el instante de buscar un asiento o ponerme en cuclillas para la delicada labor de anudarme las agujetas. Los minutos que lleva halar el cordón desde los ojillos metálicos del calzado, tan sistemáticos, emparejar los extremos y luego elaborar el nudo, en mi caso doble, se me antojan a la eternidad. Mi estómago estorba a la postura. El cinturón aprieta al encogerme. La sangre se acumula y presiona en mi frente y ojos. Todo es insufrible y convoco la tormenta en un vaso de agua. Me peleo con el Método.

Desposeo una imagen clara del inventor de esos objetos para llevar el calzado, o de los más de quince nudos posibles para el hecho; debió surgir en una era antiquísima, pero la noche de los tiempos no va a darnos respuestas, mucho menos la civilización, centrada en sucesos productivos o bélicos con apenas margen para que alguien medite en el asunto. Dejaré suspenso el origen de las agujetas; si no se remonta a la noche de los tiempos, sitio para especular, me remonto a esos días de infancia, aptos para el aprendizaje de nuestras primeras habilidades destinadas a toda la vida. En esos días de mocedad a los que todo psicoanálisis freudiano remite, hay un tiempo para todo y ese tiempo se conjuga en futuro. Se aprende o no la habilidad, y se transmite o no.

De vuelta a mi problema: ¿por qué provoca conflicto a algunos el hecho de atarse esos cordones complicados? ¿Representa un acto de sumisión el ponerse en cuclillas? He preguntado a pensadores sesudos, doctos en los terrenos de la filosofía o la historia, y se me respondió que sí, luego que no, y al final con un rotundo y sincero no sé. Con toda seguridad, la cuestión es un problema ontológico, epistémológico y existencial. Que nadie se sienta tentado a traer a colación la humildad, a menos que se trate de atar a otros el calzado como aceptación de la jerarquía superior. Que nadie olvide, asimismo, que a menudo los padres anudan a los hijos las agujetas con regaños. Como quiera que sea, una vez lograda la hazaña se puede revertir, liberarse de los nudos o aflojarlos, con la consecuencia de arrojarnos una incómoda sensación de estar expuestos a la fragilidad, el desamparo de avanzar por los senderos de la existencia sin un sostén firme. No menciono los riesgos a dolorosas falseadoras de pie, a veces de efecto irreversible. ¿Qué decir de la alternativa de los mocasines, sandalias o botas de cierre plástico?: pese a la tensión a la que me enfrentan, por nada renunciaría a esos cordones ancestrales, dignos del ritual topológico de la yuxtaposición.

Schopenhauer, Wittgenstein, Nietszche… ¿se atarían bien las agujetas? Esa inquietud me obliga a preguntarme por la ausencia de sus escritos al respecto, y en el porqué se ha dejado a otros la tarea de atacar la cuestión con el asombro como única arma. Seguro que un novelista podría aventurarse a la especulación, ya que no a la oferta de respuestas. (La novela no da respuestas). A menudo los novelistas caen en el error de tratar personajes como seres ultraterrenos, ideales, más que humanos. ¿Se agacharán para atarse las agujetas los personajes de una novela culta y erudita que debaten, también con erudición, sobre el fin de las utopías? Cuesta imaginárselos en ese cometido, examen riguroso de la cotidianidad. Para hacer creíbles a nuestros personajes, y saber si los conocemos con la certeza digna de llevarlos a la dimensión de la carne, o la sangre, podríamos someterlos a dicha prueba de fuego.

¿Acaso el hombre posmoderno no tiene ya tiempo para esa minucia anudadora? ¿Es problema sólo mío y me ahogo en mi propia tempestad?

Desde la mocedad he tenido problemas en cuanto a este asunto trascendental; la palabra es literal, sufrí un descalabro que dejó en el pavimento un charco de sangre, producto de haber resbalado sobre el extremo ceroso de mi agujeta derecha no atada. Aún conservo la cicatriz de la caída como una advertencia de que soy carnal y sangro. No pocas veces se me ha dicho al vérseme hacer el doble nudo: Te amarras las agujetas como niño La frase se transforma en un viaje sin escalas a los días pretéritos, me llena de nostalgia.

Esta mañana acudí perfectamente vestido a la llamada de un día bañado de sol. Iba presuroso y olvidé atarme las agujetas.

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